Ofrezco excusas a mis lectores por la repentina ausencia pero he pasado por un mal momento en la vida que me alejo del blog, pero a manera de catarsis regreso y espero no volver a abandonarlo.
Estrenando empleo, con un amigo menos y con ganas de poner los cinco sentidos a funcionar encontré algo en "el malpensante" una publicación colombiana muy buena que en su número más reciente entre artículos, fotos y reseñas aparece una verdadera maravilla y es doble mi sorpresa por el personaje que escribe el cuento, huy ya la embarre, si, la maravilla es un cuento.
Es un cuento erótico, de los buenos, una historia que tiene todo de mágico, real y húmedo, que escribe un personaje que toda la vida me cayó mal, es más si no fuera por este cuento lo hubiera insultado en la columna que le dedico el espectador, creo que el tipo solo tenía dos cosas buenas, no creer en al reelección y pensar que de los precandidatos liberales no se hace un caldo (aclaro, no soy liberal).
Bueno lo importante aquí es el cuento, entonces sin más carreta los dejo con el cuento de quien debería cambiarse el nombre para pensar en él como un gran cuentista y no como ese ex ministro que nos dejo el país hecho Mierda.
Don Serafín
Rudolf HommesQuedé helado cuando me contó que se había acostado con Don Serafín. Me emputé, pero también me dieron unos celos más berracos que cuando la encontré encerrada en el cuarto con la astróloga y su marido. Es que lo de Don Serafín fue distinto. No había sido una infracción ni una frivolidad. Había enterrado quinientos años de prejuicios y de tabúes. Una blanca del Cauca no se lo da a un indio. Claro que los protagonistas de sus fantasías sexuales siempre son mecánicos, campesinos, pescadores y hasta guerrilleros. Ella se imagina que se los lleva por allá debajo de unos arbustos a hacerles de todo; o la recogen en una moto o van en una lancha por la selva. Siempre es un hombre de origen popular, pero con un pipí mucho más grande que el mío (“Aunque no tan sabroso, papito, ¿cómo se te ocurre?”). Una vez fuimos a San Andrés y principiaron a aparecer negros en los libretos. Pero esas relaciones no se consuman. Se quedan planteadas en el deseo, hasta en un beso apasionado. Ella no deja que se lo metan, “porque le da impresión”. Y sin embargo, a Don Serafín se le entregó, y le dejó una huella profunda.
Se había ido al Putumayo a recoger material para un libro que quería hacer sobre los ritos del yagé. En San Miguel le habían dicho que si en verdad quería entender la esencia y el poder de esa hierba tenía que irse río arriba hasta encontrar a los indios kofanes y participar con ellos en las ceremonias. Así pues, se montó en una lancha con dos antropólogos de la Universidad de los Andes y un traqueto. A pocos kilómetros del pueblo los paró la guerrilla. Al mafioso le cobraron peaje. Los de los Andes eran compadres. Y a ella el eleno le dijo: “Cuídese mija. Una burguesa como usted no da un brinco sola en la selva”. Ese eleno se le aparece ahora en sus fantasías junto con un teniente de la Petejota que la tuvo presa en Arauca, pero esos son otros cuentos. Hacer el amor con ella es una película de aventuras, hermano.
El viaje por el río le hizo olvidar todos sus temores. Esa inmensidad de agua y el verde de la selva se le quedaron grabados. Meses después de regresar, cuando cerraba los ojos, podía ver la selva desde la lancha y el río. Al anochecer les pegaron un buen susto. Desde la orilla unos policías embazucados que se caían de la risa les dispararon. Los manes estaban idos y le tiraban a todo lo que pasaba. Les tocó tenderse en el piso de la lancha y dejar que los arrastrara la corriente.
Al otro día pararon en un punto donde comenzaba una trocha. A ella le dijeron que echara selva adentro, que no podía perderse porque no había otro camino. Quedó sola. ¿Y si se le presentaba un tigre o una culebra? Todo lo que tenía para defenderse era una navajita y un descorchador de plástico del Inter de Cali. Pero al rato le pasó el miedo. La sedujeron los árboles milenarios, la luz que se filtra a pesar de ellos, los ruidos, los olores, el piso húmedo que no moja y esa cantidad de oxígeno que hace que uno no vuelva a pensar en cigarrillos.
Como a las tres horas de camino le salió el perro de un coquero de Chiquinquirá. El tipo se había ido de colono diez años antes, se había juntado con una kofán y desde hacía tres años estaba sembrando coca. Pero no metía. Don Serafín les había hecho ver cómo era la droga cuando tomaban el yagé. Porque cuando uno lo toma puede ver lo que le corre a la gente por dentro. Le ve la comida por las tripas y hasta la mierda, si quiere mirarla. Pero lo más lindo es ver cómo les corre la sangre por las venas. Uno sabe si están enfermos, si están arrechos, si lo quieren matar a uno, y ve cómo se los lleva el bazuco y los domina. Les da vueltas por la cabeza como un buscaniguas. Por eso nadie mete de eso por allá. Ninguno de la tribu lo hace.
“¿Cómo así que la tribu? ¿Acaso no es boyacense?”.
“Sí, pero eso era antes. Ahora soy kofán. Hay kofanes de Armenia, de Sincé. Hasta hay kofanes rolos, sumercé. Es que a uno le toca agarrarse de algo o de alguien para que no se lo coma la manigua. Y aquí se vuelve uno kofán o se lo traga la selva”.
Ella iba a recordar eso más tarde. Nunca había estado tan sola. Las mujeres la habían acogido pero la miraban con respeto –con el mismo respeto con que miraban a los hombres–. Y los hombres la trataban con cuidado –con el mismo cuidado con que trataban a los forasteros–. Ella les llevaba una cabeza a casi todos, y les hacía sentir que si alguno se le atravesaba le iba a ir muy mal. A todos les brindaba camaradería y con las mujeres era coqueta. Es que con ella uno se siente marica, hermano. No que no sea un hembronón. Es que se acuesta con uno de igual a igual.
Al poco tiempo los hombres la principiaron a tratar como a un compañero. La llevaban a pescar y salía a cazar con ellos. Cuando hubo que ir a San Miguel a traer sal y otras provisiones, allá fue con los solteros. Se emborracharon y los acompañó adonde las putas, que se reían con ella y le propusieron que se quedara. “Con ese cuerpazo y ese tamaño te volvés millonaria en esta selva, quedate aquí con nosotras”. Les siguió la corriente y dizque en medio de la perra hizo contrato con la señora. Ella no se acuerda. Pero al día siguiente la despertó temprano Arcesio, el de Ansermanueva. “Caminá que hoy llega un duro del norte del Valle y después te hacen quedar”. Salió volada porque uno de esos duros había sido de la misma cuadra de su casa.Volvieron un sábado por la tarde, como a las cuatro. A esa hora ya no se ve el sol y baja bastante el calor. Como traían mercado, y los antioqueños habían comprado mercancía para vender, hubo algarabía y se puso el ambiente como de fiesta. Allí llegó uno de los hijos de Don Serafín a buscarla.
“Él quiere que usted venga esta noche”.
Todos le decían Él, así, con mayúscula.
Se puso nerviosa porque había notado que la miraba. Tenía unos ojos penetrantes y le clavaba la mirada cuando pensaba que no lo veía. “Mi amor, tú sabes cómo es. Cuando a uno lo miran, uno se da cuenta. Y más si es alguien como Él”. Pensó qué carajo, si el indio se la quería comer no la iba a invitar a la ceremonia por eso. Se fue con varias mujeres a un caño a bañarse. Se puso bluyines y una blusa que le disimulaba las tetas, dejándose el pelo negro suelto. No se vistió para él, pero cuando se iba a poner el sostén se preguntó cómo sería ese hombre y decidió no ponérselo.
El yagé es como un chocolate amargo. Uno se lo toma y lo pone a vomitar y a cagar, a cagar y a vomitar hasta que queda uno limpio. Entonces puede “ver”. Él le enseñó el camino. La fue guiando por todos los vericuetos. Primero le hizo probar el yagé del tigre, que meten cuando van a cazar. Pueden andar pasito detrás de la presa, hasta de noche, y nunca la pierden de vista. Ni se ensucian. ¿Vos has visto un tigre sucio? Y el de los pescadores. Meten esa vaina y van derechito adonde están los pescados.
El que no le gustó fue el de la culebra. Podía ir a ver a su familia y mirar cómo estaban sin que la vieran. Le permitía deslizarse por ahí y enterarse de todo. También uno puede acercarse a la muerte tanto como quiera y hasta morirse. Eso sí que es miedoso.
Pasó como tres días probando todas las formas de yagé y enterándose de su significado y de los ritos. Ella se hacía siempre con las mujeres porque no le quedaba bien estar con los hombres. Además, las mujeres no tienen que hablar porque se comunican por telepatía. Toda la comunidad está ahí para apoyar, sobre todo a los nuevos. Si se deprimen, les cantan. Y si alguien se va muy lejos lo vuelven a traer pegándole con ortigas hasta que regresa.
Había una fuerza que no la dejaba ir. Cuando pensaba arrancar para el pueblo, algo la conminaba a quedarse en casa del indio. No supo qué era, pero decidió no pelearlo y dejar que tomara su curso. Ella es así. Así eran mi mamá y mi abuela también. “Lo que ha de ser que sea”, decían. Y a nadie le pareció raro que se quedara. Se iba de día a hacer sus cosas y de noche venía a dormir. Había guindado una hamaca en el corredor y ahí había armado su dormitorio. El indio dormía en una estera bajo la casa, en la pura tierra, justo debajo de ella. Nunca le hablaba ni le decía nada, pero no le quitaba el ojo de encima. Ella se acostumbró a eso y se vestía y se desvestía despacito, sabiendo que desde algún lugar la estaba mirando, y andaba como andan en Cali las mujeres por la Sexta –para que las deseen los hombres.
Una noche se acostó temprano y soñó cosas extrañas. Se sentía una gata paseando por ahí, arrecha. Se despertó y lo vio parado al lado de la hamaca. No le dijo una sola palabra; se fue caminando despacio y cada dos o tres pasos volteaba a mirarla, a ver si lo seguía. Ella no se movía, pero sentía la fuerza. Él se devolvió y se quedó quieto ahí. Ella lo miraba a la cara solamente. No se atrevía a ver si tenía la verga parada. Serafín le dio otra vez la espalda, anduvo dos o tres pasos y volteó a mirarla. Ella se levantó y se fue detrás de él. Cuando se metió debajo de la casa, se quitó la camiseta y se echó a su lado en la estera desnuda. Él se quedó quieto sin mirarla ni tocarla. Ella veía todo a su alrededor y comenzó a comulgar con la selva que la rodeaba. Sintió calor y ganas de que se lo metiera. Preciso cuando estaba sintiendo así, él le dio vuelta, la acarició con suavidad, le abrió las piernas y la montó sin besarla ni decirle nada. No se movió, pero lo tenía tieso y enorme como un tronco. Ella tampoco se movió. La invadió primero una sensación de dulzura y luego una de pasión. En un momento, él explotó con fuerza y la inundó de semen. “Papi, era como si yo estuviera llena. Cuando me paré, escurría”.
Se quedó en casa de él hasta que tuvo que viajar a Bogotá porque si no se venía le quitaban la niña. De día andaban como viejos amigos y él le enseñó a vivir en la selva. Todas las noches ella se desvestía despacio, a sabiendas de que la estaba mirando pero nunca sabía dónde estaba. Se acostaba y se dormía. Y a la mitad de la noche se despertaba y él ahí. Lo seguía hasta su estera y otra vez lo mismo: ella chorreando y él quieto, hasta que los dos se venían sin abrazarse ni besarse ni decirse nada.Yo me di cuenta de que se la habían comido. Cuando la tuve bien arrecha le pregunté: “¿Quién te lo metió por allá?”. Me contó entre gemidos de placer. Al principio yo pensé que era otra de sus fantasías, pero se fue haciendo tan real y era tan raro lo que contaba que no podía ser inventado. Me dio rabia, hermano. Hicimos el amor varias veces y ella soltó todo. Le juro que nunca he estado tan excitado, aunque también estaba celosísimo. Una cosa es que se acueste con alguien como uno, otra que se vaya por allá a encoñarse con un chamán de esos. Además uno no sabe qué brujería le pudo haber hecho. Pero parece que el indio la quería porque la dejó enterita.
La vaina es que los echaba de menos a él y a la selva. Se la pasaba inventando proyectos para volver. Finalmente le salió uno con el gobierno para hacer un registro gráfico de las culturas de los ríos amazónicos. Tras un mes de preparativos y después de muchas peleas conmigo, se fue.
Creí que no la volvería a ver, porque iba detrás del indio. Hasta me enfermé de despecho, con fiebre de 40 y alucinando. Eso fue como a las tres semanas. Pasé toda la noche con pesadillas. Estaba atravesando un pantano en la mitad de la selva, con un calor espantoso y una humedad mortal. En la orilla me esperaba un hombre enfermo. Era Don Serafín. No me preguntes cómo lo supe, pero era él y se estaba muriendo. Me pasó la mano por la frente y se me acabó el calor. Me dijo que no me preocupara, que él ya se iba. Cerró los ojos con la placidez de alguien que sabe para dónde va, de alguien que vuelve a casa y se deja llevar. Le salió del pecho un alcaraván blanco que se fue volando majestuosamente hasta que se perdió. Me desperté como a las veinticuatro horas, hermano, sin gota de fiebre y completamente curado.
Lo persiguió de caserío en caserío. En San Miguel le dijeron que Don Serafín se había ido río arriba, huyendo, porque a los colonos convertidos en kofanes que ella había conocido los habían quebrado. Trató de seguirle el rastro, pero cuando llegó a Santa Rosa de Sucumbíos, donde él supuestamente estaba, no encontró sino coqueros. Los kofanes se habían metido selva adentro. Los siguió hasta encontrarlos, y ellos le contaron que a Serafín también lo habían matado. Aun así, le dejó razón en todos lados y volvió a San Miguel a esperarlo. Hubiera querido dejarle dicho que lo quería, pero de eso no habían hablado.
Cuando volvió supo que aún no había aparecido y que se comentaba que había muerto en una ceremonia de yagé. A ella eso no le sonó. Terca, se quedó por ahí como seis meses dando vueltas por los ríos, buscándolo. No lo dio por muerto hasta cuando otro chamán le dijo que había sentido que Serafín ya no era de este mundo. Entonces, hizo su duelo y volvió al apartamento en Bogotá.
Yo le conté mi sueño. Lloró y no dijo nada más. Era la confirmación de lo que le había dicho el chamán. Los dos penamos por el indio ese vergajo. Yo le agradecí haberme sacado del infierno de celos. No me alegraba de que se hubiera muerto, pero sí de tenerla a ella de vuelta. Y ella lo recordaba con veneración, aunque volvió a tirar conmigo igual que antes. Lo olvidé hasta hace un año, cuando un científico gringo fue y patentó el yagé como si fuera un invento suyo. Ella vio la noticia en el periódico y pasó semanas despotricando de estos gringos mal nacidos –que ése es un patrimonio de los indígenas, y que si Serafín viviera hubiera hecho algo.
Pero los indios ya estaban en eso. De Brasil, de Perú y de Colombia fueron chamanes a Washington a protestar frente a la oficina de patentes por esa usurpación de la propiedad milenaria común. Hicieron ceremonias en la puerta de la Casa Blanca, les echaron humo a los gringos en la cara, quemaron varias yerbas y cantaron muchos cánticos. Pero uno de ellos resultó más brujo que todos: Don Serafín apareció una mañana mirándonos fijamente desde la primera página de El Tiempo. Había contratado a una prestigiosa firma de abogados de Nueva York y le había ganado el pleito al gringo. El yagé no era patentable y nadie podía reclamar propiedad sobre esa planta o su uso. Fue una noticia que le dio la vuelta al mundo por sus implicaciones para la industria farmacéutica, con el retrato de Serafín y el hijo, sonrientes, victoriosos, en un mundo que escasamente conocían.
Yo al principio me emberraqué porque el indio me había mamado gallo con lo del alcaraván. Ella lo entendió de otra manera: nunca lo pudo encontrar porque él sí se había muerto. Después tuvo que resucitar para rescatar el yagé. Oiga hermano: yo hasta creo que esa vaina sí fue así.